domingo, 11 de diciembre de 2016

Los laicos en la Iglesia


Todos somos sacerdotes. Todos y todas nacimos para serlo, aunque algunos lo nieguen y digan que sólo los consagrados se merecen ese tratamiento.
La Iglesia que fundó Jesús es el nuevo pueblo de Dios: un pueblo sacerdotal, profético y real. “Jesucristo es aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido ‘Sacerdote, Profeta y Rey. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas”, indica el Catecismo (783).
Punto 784 Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo "un reino de sacerdotes para Dios, su Padre". Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10).

El Papa ha advertido en diferentes ocasiones ante el peligro del clericalismo.
 
Clerical es el sacerdote encerrado en sí mismo, en sus propios horizontes, que no consulta, que no da espacio a los demás, sobre todo a los laicos, ni les reconoce el papel fundamental que tienen en la misión de la Iglesia. Los sacerdotes clericales consideran que pueden dominar, sobre todo, a los pobres y a los ignorantes, y que pertenecen, de alguna manera, a una casta, por lo que se atribuyen privilegios y poderes. El «clericalismo» daña a los sacerdotes, porque genera una distorsión de su misión, y daña a los laicos, porque les impide crecer como cristianos adultos.
El Papa cree que un sacerdote y obispo debe tener un corazón misionero, la antítesis de un corazón clerical. En “La alegría del Evangelio,” Francisco escribe que “un corazón misionero nunca se cierra en sí fuera, nunca se refugia en su propia seguridad, nunca se opta por la rigidez y por la actitud defensiva. Se da cuenta de que tiene que crecer en su propia comprensión del evangelio y en el discernimiento de los caminos del Espíritu, y por lo que siempre hace lo bueno que pueda, incluso si en el proceso, sus zapatos se ensucian por el lodo de la calle. ”
Jesús no necesitó edificios, ni oficiales a sueldo, sino que proclamó e instauró el Reino de Dios, sin mediaciones jerárquicas. Habló con parábolas que todos podían entender y actuó con gestos que todos podían asumir, abriendo cauces personales de solidaridad entre los excluidos y necesitados pero, sobre todo, como amigo de los pobres. Acogió y perdonó a los excluidos, y compartió la comida a campo abierto con aquellos que venían a su lado, buscando salud, compañía o esperanza, cuidando de un modo especial a los niños, mujeres, enfermos y expulsados de la sociedad.

Jesús fue laico, no sacerdote. No quiso reformar las instituciones sacrales antiguas, ni crear unas nuevas, sino potenciar los valores de la vida, partiendo de los excluidos, en línea de gratuidad, siendo asesinado por ello. Sus seguidores creyeron en él y fundaron comunidades para mantener su memoria, centrada en el mensaje de Reino, el perdón y el pan compartido.
 
 
En el Gran Diccionario de la Biblia (Estella 2015, págs. 1352-1357). Xabier Pikaza dice allí, con la Biblia de Jesús, que lo importante es vestir al desnudo, no vestirse de importante.
La afirmación reformada del sacerdocio universal de todos los fieles (1 Pedro 2:9; Apoc 1:6; 5:10) impulsa, lógicamente, un proceso de progresiva democratización dentro de la Iglesia, y por consiguiente dentro del mundo moderno.

 
Al denunciar la tiranía del Vaticano, Lutero exigió a la iglesia "restaurar nuestra noble libertad cristiana" (Wolin p.158) también en las iglesias evangélicas.
El pastor ha de ir por delante de la grey, pero no tanto con la autoridad vivida como poder sino vivida como servicio gratuito, respetuoso y humilde. Así lo hizo el Señor Jesús, que vino no a ser servido sino a servir.
Hoy día, tanto en círculos católicos como protestantes, se reconocen los carismas de todos los fieles y se cuestiona constantemente el clericalismo. El poder mundano no atrae a nadie.

 
La prueba la tenemos en la cruz de Cristo, que ejerce un poder infinitamente mayor que el poder mundano. Jesús, desde la cruz, nos atrae. Me viene a la mente aquellas palabras del Magnificat: "Su abrazo intervendrá con fuerza, desbarata los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos"

No hay comentarios:

Publicar un comentario