miércoles, 20 de febrero de 2013

Xabier Pikaza: las palabras de Cristo en la Cruz




Chapeau Por Xabier Pikaza:

Impresionante como describe el relato de las palabras de Cristo en la cruz... A pesar de que si le pilla algún " teólogo" que yo conozco le suspende. Pues parece que en aquellos momentos pasaba ese "teólogo" por allí para celebrar una ceremonia religiosa.... y según él las mujeres no estaban al Pie de la cruz ni los soldados tampoco... Seguramente que las mujeres se encontraban tomando una tila alpina en la cafetería de enfrente y los soldados, que seguramente padecían de colon irritable tuvieron una urgencia porque el “teólogo” les había invitado a una ración de caldo gallego bien calentito para quitar el frio....

El vídeo dura 9 minutos y pico, pero el teólogo gallego tarda menos de 16 segundos en decir una barbaridad.
A saber, que Cristo no pronunció en la cruz las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". ¿Y cómo sabe don Andrés que no las dijo? Pues porque, según él, no había allí ningún cristiano para escucharle. Claro, cualquiera puede preguntarse: “Y este señor, ¿cómo sabe que allí no había ningún cristiano para escuchar a Cristo? ¿Quizás san Juan no era cristiano? ¿Acaso la Virgen María, Madre del Señor, no estaba a su lado cuando fue crucificado?". Es más, puestos a seguir la lógica de este teólogo liberal, ¿cómo sabemos que Cristo dijo algo en la cruz? ¿cómo sabemos que Cristo fue crucificado? ¿no pudo ser todo una elaboración teológica posterior? A lo mejor Cristo se fue a Cachemira sin avisar a nadie, y entonces los apóstoles se inventaron un mito con contenido teológico para “seguir con el negocio".


 

    
  


Dice Xabier en su blog:

"También yo he querido escribir un libro bello sobre Jesús. Tendrá cosas discutibles, pero estoy convencido de que podrá ayudar a muchos a entender mejor su camino."Es cierto el libro de Xabier tiene cosas discutibles, pero Xabier dispone de la gran humildad para dejar esas cosas en interrogantes y no imponer su magisterio.

Pero qué horrible sería si alguien usara este conocimiento de la Palabra de Dios simplemente para ganar discusiones o para denigrar a otro creyente en la conversación, o para hacer que otro creyente se sienta insignificante en la obra del Señor. El consejo de Santiago es bueno para nosotros en este punto: “Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere” (Stg 1:19-20).

Para que aprendan algunos "teólogos" de su humildad yo les diría que no escribieran tantísimo y que creyeran más.

Xabier, lo has bordado.... ¡Te felicito!. Dios te bendiga y te guarde y te conceda mucha salud para seguir escribiendo.
Artículo extractado del libro de Xabier Pikaza publicado en la editorial Verbo Divino:

. Un grito: ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 33-37 par)

Entre las interpretaciones de su muerte, la más significativa y poderosa es aquella que Marcos y Mateo han puesto en boca de Jesús, tras el “lamento” de los sacerdotes, con una indicación muy precisa de tiempo: «Desde la hora sexta (en torno al mediodía) se extendió la oscuridad por toda la tierra, y a la hora nona (en torno a la tres de la tarde) gritó Jesús con una voz potente…» (Mc 15, 33-34). Esa oscuridad tiene, sin duda, un sentido simbólico, como para indicar que, a pleno mediodía, al acercarse la muerte de Jesús, llegó un tipo de noche. Pues bien, en ese contexto, el evangelio recoge dos evocaciones de un grito de Jesús. (a) La más antigua parece aquella donde el texto alude a una voz final de Jesús, que parece inarticulada, sin sentido reconocible: «Y dando un gran grito (phonên megalên) expiro» (Mc 15, 37). (b) Pero la tradición ha interpretado esa voz como una pregunta, que Jesús, justo sufriente, elevó a su Dios diciendo: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? (Elôi, Elôi. Lema Sabakhtani; Mc 15, 34; Sal 22, 2). (c) Pues bien algunos de los presentes, piensan que él no está llamando a Dios para que le responda, sino a Elías para que le desclave de la cruz (Mc 15, 36) [i].
La tradición de la muerte de Jesús nos sitúa ante una gran voz (Mc 15, 37), que el evangelio ha interpreta con las palabras de Sal 22, 2 como invocación a Dios, pero que algunos presentes entienden como llamada a Elías. Nos hallamos ante un pasaje complejo, con una voz de fondo (15, 37), que puede interpretarse de dos formas: (a) En la línea del evangelista, que escucha la palabra del Sal 22, con su afirmación (abandono), su pregunta (por qué) y su invocación (Dios mío). (b) En la línea de algunos presentes, que afirman que Jesús ha llamado en realidad a Elías, cuyo nombre (Eli-yah), puede confundirse de algún modo con el de Dios (Eôi, Êlí: Mc 15, 4; Mt 27, 46).
Muchos exegetas han pensado que el grito de fondo y las interpretaciones posteriores han sido una creación de la iglesia (pues los crucificados mueren por asfixia y no pueden gritar). Otros suponen que todo es un simple signo apocalíptico del fin del mundo (así escuchamos grandes voces en Ap 4, 1; 5, 2; 8, 13 etc.; cf. también Mc 1, 11). Pues bien, con otros exegetas, estoy convencido de que el recuerdo de ese grito recoge un hecho histórico, es decir, la última gran voz de Jesús, que pudo entenderse como llamada a Elías, pero que los cristianos interpretaron como invocación dirigida a Dios.
 Precisamente porque los crucificados no gritan, la tradición cristiana ha recordado ese grito y lo ha entendido, e interpretado, de un modo sorprendente, a pesar de los problemas que podía plantear: En un sentido estrictamente mesiánico, se ha podido decir que Jesús ha muerto abandonado (fracasado), sin que se cumpliera lo que había prometido (el Reino), o llamando al vengador Elías. Pero la Iglesia de Marcos, reinterpretando un motivo del Sal 22, ha descubierto que en el fondo de ese “abandono” ha venido a revelarse una más honda presencia de Dios, como veremos.

1. Un Mesías que invoca a Dios o a Elías. La tradición cristiana supone que Jesús no pudo morir desesperado (pues en ese caso no se habría podido recordar su figura como salvadora), sino que él se mantuvo fiel a Dios hasta el final, desde su mismo fracaso mesiánico, elevando a Dios una pregunta dolorida pero creyente. Su grito nos sitúa ante la paradoja final de su historia mesiánica. (a) Un Jesús que se hubiera impuesto al fin externamente victorioso, ratificando su soberanía desde la Cruz, bajando de ella y “fulminando” a los contrarios, en la línea de cierta tradición de Elías formaría parte de la lista de los triunfadores y prepotentes del sistema, como los reyes y los sumos sacerdotes, los ricos y fuertes del mundo. (b) Pero un Jesús que al final hubiera confesado su fracaso, derrumbándose del todo ante Dios y negando su mensaje de Reino, tampoco habría podido ser reconocido como Cristo por la tradición cristiana.
Entendido en forma cristiana (como hace Mc 15, 34), el grito de Jesús en la Cruz nos sitúa  ante su radicalidad mesiánica, de manera que podemos afirmar que ha triunfado “no triunfando” y que su fracaso en un plano (¿por qué me has abandonado?) significa su triunfo más alto (sigue llamando a Dios y le dice: ¡Dios mío, Dios mío!). En este contexto se puede afirmar con la tradición que Dios ha reinado (se ha revelado como Rey verdadero) muriendo en la cruz, no bajando de ella, como le pedían sus contrarios (Mc 15, 22). Estamos, según eso, ante un reino en la “cruz” (regnabit a ligno Deus), ante un amor que vence precisamente en la muerte, más allá de la victoria mesiánica externa de un judaísmo (o cristianismo) que quiere imponerse a la fuerza[ii].
Un Jesús triunfador al modo humano/mundano (en línea de poder, bajando de la cruz o imponiéndose por ella, como temen los que piensan que llama a Elías) no reflejaría la experiencia y proyecto del Mesías de los pobres y asesinados, por quienes y a quienes él había anunciado la llegada del Reino. Su misma fidelidad a Dios le llevó a correr el riesgo de ser condenado, y le dio el “derecho” de elevar su gran pregunta (¡Dios mío, Dios mío!), en su nombre y en nombre de todos los que fracasan: ¿Por qué me has abandonado? Pero esa pregunta no implica derrumbamiento, sino entrega angustiada (y esperanzada) en manos del Dios del Reino.
En esa línea pienso que esta voz final (fônê megalê: Mc 15, 34, con la que Jesús muere, Mc 15, 37) ha de entenderse en forma de signo apocalíptico, grito del fin de los tiempos (sin fondo histórico). Pero puede ser también, y a mi juicio ha sido, un grito histórico, que adversarios de Jesús y creyentes de la Iglesia han recordado e interpretado en formas distintas. A pesar de la dificultad que el hecho implica (pues los crucificados mueren de asfixia), no es imposible que Jesús gritara, esforzándose por decir su última palabra, en la que podía escucharse el sonido de Dios (Elôi o Êli) o el de Elías (Eli-Jah, cf. Mc 15, 34. 36; Mt 27, 45-47). La tradición ha mantenido el recuerdo de ese grito, que fonéticamente puede relacionarse con Dios  o con Elías. No podemos demostrar que Jesús invocara a Elías, ni que llamara a Dios, pero pudo haber hecho ambas cosas, pues las dos invocaciones y palabras (Dios y Elías) están relacionadas, de manera que Jesús podría haber llamado a Dios por (a través de) Elías

–Pudo haber llamado a Elías, y esa invocación sería lógica al final de su trayectoria, pues él había comenzado su mensaje en Galilea asumiendo algunos rasgos del antiguo profeta (cf. cap. 5-6). Ese motivo podría situarnos ante una controversia entre seguidores y no seguidores: Unos tenderían a pensar que Jesús llamó a Dios en su muerte (¡pues a Dios ha de llamarse siempre!), otros pensarían que llamó a Elías (que debería ayudarle). Marcos recoge la interpretación de aquellos que pensaron que murió llamando a Elías, aunque sin aceptarla, pues, a su juicio, él no murió invocando al gran profeta, cuya figura le había acompañado desde el comienzo de su ministerio (al lado de Juan Bautista; cf. también Mc 9, 4), sino llamando a Dios.
Llamó a Dios. Marcos ha interpretado su grito como invocación teológica, conforme a las palabras del Sal 22, 1 (Dios mío, Dios mío…), que él ha presentado en arameo (Elôi), mientras Mateo las pone en hebreo (Êli), acercándolas al texto de la Biblia (y al sonido de Elías). Los sacerdotes le habían acusado diciendo, de forma tajante, que Dios le había rechazado (cf. Mc 15, 29-32; Mt 27, 39-43). Jesús responde a esa acusación llamando precisamente a “su” Dios: «Dios mío, Dios mío». Así lo han entendido los cristianos, interpretando esas palabras desde una perspectiva teológica, iluminando así la muerte de Jesús desde el Salmo 22, donde el orante israelita llama a Dios y confía en él desde su abandono.


            2. Elías no viene. Jesús podía haber llamado a Elías, a fin de que llegara y le ayudara, sacándole de la cruz, para culminar su obra, como afirma la página final de la Biblia Hebrea (que acababa en Mal 3, 1. 22-24, con la promesa de la venida de Elías, vinculado a Moisés). Esa opinión responde además a la trayectoria de su Jesús, pues él se había presentado en la línea de un profeta-como-Elías, especialmente en el tiempo de su actividad en Galilea (cf. cap. 6-7). Si Jesús identificaba su misión con la de Elías, cuya obra final habría venido a realizar, como muchos pensaban (cf. Mc 6, 15 y 8, 28), era lógico que le llamara entonces (en la cruz) y que el mismo Elías (personaje celeste) le escuchara y respondiera, cumpliendo la esperanza de aquellos que pensaban que él debía intervenir al final de los tiempos.
            Ésta habría sido la última oportunidad, tras la del Huerto del Monte de los Olivos, donde Jesús había acudido para rogar a Dios y pedir que llegara (cf. cap. 30-31), pero Dios no respondió y sus discípulos le abandonaron. Pues bien, ahora que él pendía ya en la cruz, esperando el final-final (sin posible retorno), era el momento bueno, la hora decisiva: En el último confín que es la cruz, él aguardaba la llegada de Elías, representante de Dios. Por eso le llamó, en el último momento[iv].

– ¿Debería haber venido? Humanamente hablando, resulta lógico que Jesús llamara al profeta de los milagros, testigo de Dios, en cuyo seguimiento había proclamado el Reino. Por eso, su grito se hallaría lleno de sentido. Pero, como he señalado (cap. 1, 5), Elías era también profeta de la venganza y del fuego del cielo (cf. 1 Rey 18, 38; 2 Rey 1, 10), de forma que si, en el momento final, Jesús le hubiera invocado para realizar el juicio de Dios y vengarse de sus enemigos, podría pensarse que había abandonado su evangelio de gracia mesiánica, situándose más cerca de Juan Bautista que de su propio mensaje.
– Pero no vino. Entendido en la línea anterior, si hubiera pedido la llegada de Elías vengador, el grito de Jesús habría quedado sin respuesta y se habría mostrado además como señal definitiva de fracaso: Próximo a la muerte, él habría llamado al profeta del juicio, el mensajero de la ira de Dios (cf. Mal 3, 1-5 5; Eclo 48, 10-11), esperando así que le librara o desclavara de la cruz (kathairein) en el último momento (Mc 15, 36)… En ese contexto se entendería el gesto de uno de los presentes (conocedor de las tradiciones de Israel, no un pagano), que habría mojado una esponja en vinagre, para darle de beber y alargar su agonía (tiempo de vida), de forma Elías pudiera llegar y librarle (Mc 15, 36). Pero Elías no vino, y el vinagre de la esponja no alargó la vida de Jesús, que expiró inmediatamente, con un grito[v].
– De todas formas, la vuelta de Elías puede seguir pendiente. El grito de llamada a Elías, en ese último momento, habría quedado externamente sin respuesta, mientras Jesús moría (Mc 15, 37). Pero es un grito que sigue elevándose al cielo, y algunos cristianos  podrían seguir afirmando que Elías aún ha de venir, de una forma u otra, avalando la misión profética de Jesús, en la línea iniciado por el Bautista. Significativamente, el relato de la transfiguración (Mc 9, 2-9) había indicado que Elías se hallaba en la “gloria pascual” de Jesús, al lado de Moisés, como indicaría el final de la Biblia Hebrea, cuando vincula el recuerdo y venida de Elías  con la de Moisés (cf. Mal 3, 22-24[vi].


            3. Jesús llama a Dios. Pero Marcos y el conjunto de la iglesia han creído que Jesús no llamaba directamente a Elías, sino a Dios, en palabra doliente de Sal 22, 2: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). El testigo y interlocutor de Jesús no fue Elías, sino el Dios, que le había ungido y enviado: ¡Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido! (Mc 1, 11). Pues bien, ese Dios parece abandonarle ahora y, por eso, Jesús le invoca y pregunta: ¿Por qué…? Esta interpretación nos sitúa ante un problema mayor que el de Elías: No le abandona un simple profeta, sino el mismo Dios en cuyo nombre ha proclamado la llegada del Reino. Por eso, Jesús le llama, elevando su última palabra, con los condenados y sufrientes desde el borde de la muerte. Marcos (la Iglesia) no ha atenuado la muerte de Jesús, sino que ha mantenido toda de su dureza, sin ocultar lo que ella implica de abandono.
            El grito de Jesús ha de tomarse como histórico, en el sentido radical de la palabra, aunque no en la línea de algunos teólogos han tejido desde aquí muy altas especulaciones trinitarias, hablando de un abandono intradivino del Hijo de Dios. Sin ir en contra de ellas, y pensando que en un plano pueden resultar iluminadoras, debo añadir que ese grito ha de entenderse en sentido histórico, como expresión de un fracaso mesiánico de Jesús, quien precisamente por haber fracasado en un plano ha podido mostrarse en la pascua como revelación plena de Dios, no a pesar de de haber muerto, sino precisamente por haber fracasado y muerto, manteniéndose fiel a Dios. Ese fracaso de Jesús (que no ha logrado triunfar como mesías davídico) nos permite comprender la más alta revelación de Dios, por encima de los sacerdotes del templo y de los soldados de Roma. Siendo verdadero, el mensaje de Jesús no podía cumplirse en un nivel de cumplimiento antiguo (con su victoria política)[vii]. Desde aquí pueden trazarse algunas consecuencias:

– No espiritualizar el grito. Todos los esfuerzos que se han hecho por mitigar su escándalo son inútiles. Por eso, las palabras de Jesús (a pesar de ser cita de Sal 22 o, quizá mejor, por serlo) han de tomarse al pie de la letra. Al final de su vida, como Mesías (Hijo de David), aquel que ha esperado y preparado tenazmente, la llegada del Reino, Jesús debe preguntar a Dios: ¿Por qué me has abandonado? Como enviado de Dios había prometido a sus discípulos el Reino para el próximo día (la próxima copa: Mc 14, 25) y había esperado su llegada en el Monte de los Olivos (cf. cap. 30), y había dicho a los sacerdotes que verían (¿cuándo? el texto supone que pronto) al Hijo del Hombre  viniendo en las nubes (cap. 32). Pues bien, ahora, al descubrir que muere, él pregunta a Dios: ¿Por qué me has abandonado?
– La muerte ha sido la última lección que Jesús ha debido aprender entre lágrimas y gritos (cf. Hbr 5, 7-9). En muchos casos, ella llega sin saberlo (sin que nosotros hayamos podido prepararnos). Pero a Jesús le llegó sabiendo lo que ella significa, pues él mismo la había “provocado” (haciendo y diciendo los cosas que hacía y decía). Le llegó mientras protestaba, llamando a Dios, como un fracasado mesiánico. Sólo al penetrar hasta la hondura final de ese fracaso, sin renegar de Dios, ni negar nada de lo que había realizado a favor de los pobres, él ha podido comprender finalmente la tarea de su vida, y comprendiendo ha muerto, en medio del gran grito.
– Jesús ha sido un mesías davídico fracasado pues, como sabe Rom 1, 2-3, él anunciaba el Reino de Dios en este mundo, y el Reino no ha llegado. Quería recrear el sentido de Jerusalén, abriendo un espacio de perdón y amor mutuo, y no lo ha conseguido, pues los representantes del templo le han juzgado  y condenado. Quería instaurar un Reino sin tributos imperiales y sin armas, de manera no violenta… pero los partidarios de la violencia (de las armas y tributos imperiales) le han clavado en la cruz, tomándole como peligroso. Ha esperado hasta el fin la llegada del Reino, cumpliendo lo que ella implicaba, pero Dios no ha respondido (como había esperado), y por eso, él, Jesús, su Mesías, le ha llamado, desde la Cruz, diciéndole su última palabra: ¿Por qué me has abandonado?
– En un sentido, Dios ha abandonado a Jesús, que muere sin lograr aquello que había pretendido (instaurar el Reino en la tierra), como dice la elegía de sus adversarios pasando  ante la cruz (Mc 15, 29-32 par). Éste es el abandono y escándalo al que alude Pablo, al evocar la Cruz, diciendo que no ha sido simplemente el martirio de un inocente (miles de crucificados morían, como Jesús), sino el suplicio escandaloso (¡sin sentido!) del Mesías (1 Cor 1, 18-26), una muerte contra la que el mismo Pablo había protestado, persiguiendo a quienes veían en ella la mano de Dios (cf. Gal 1, 13-24). Todo lo que Pablo, una vez “convertido” a Jesús necesita saber y sabe de la historia es este dato: Jesús era “mesías” de la estirpe de David (Rom 1, 2-3) y murió fracasado, pero su fracaso (su muerte) ha sido la revelación más alta de Dios.
– Dios “abandonó” a Jesús para que su mesianismo se cumpliera de otra forma. Por eso, en un sentido, como última palabra, Jesús tuvo que gritar diciendo “por qué me has abandonado”. No hubiera sido fiel a su mensaje si no lo hubiera hecho, si hubiera aceptado las cosas sin protesta alguna. En ese sentido pienso que ese grito es histórico, y que tiene plena validez, debiendo tomarse al pie de la letra. Jesús muere sintiéndose abandonado por Dios al que, sin embargo, llama “Dios mío, Dios mío”, confiando en él y entregándose en sus brazos. Así lo ha interpretado Lucas, poniendo en boca de Jesús las palabras del judío piadoso que dice “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31, 6), porque ya no entiende (o cree que sus lectores no entenderían) el drama mesiánico de fondo de Mc 15, 34 (y Mt 27, 46)[viii].




[i] La voz de Jesús contiene, según eso, una aserción (me has abandonado) y una pregunta (por qué), y se sitúa en la línea de la tradición del justo israelita, que, en el momento clave de su vida (es decir, ante la muerte), se dirige al Único que puede responderle, es decir a “mi Dios” (no a un Dios lejano, sino al “mío”, muy cercano), preguntándole el por qué de su abandono. Ésa es la afirmación y la pregunta que Marcos ha escuchado al fondo de la gran voz (phônê megalê) de 15, 37. Cf. R. E. Brown, La Muerte del Mesías II, Verbo Divino, Estella 2006, 1237-1288.
[ii] Rom 1, 3-4 supone que Jesús fracasó como “mesías de David” (en un nivel de triunfo externo), y que precisamente ese fracaso ha sido la garantía y razón de su triunfo, y la tradición cristiana ha recordado la debilidad de Jesús en la Cruz (cf. Hbr 5, 7), retomando un motivo de la Oración del Huerto (cf. Mc 14, 36). En este contexto se cita y refuta con frecuencia la hipótesis de R. Bultmann, “Das Verhältnis der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Jesus”, en Id., Exegetica, Mohr, Tübingen 1967, 453), cuando dice que no podemos excluir la posibilidad de que Jesús se hubiera “derrumbado” humanamente en la cruz (dass er zusammengebrochen ist). Sin duda, ese derrumbamiento final es posible, y no iría en contra de su condición divina, pues la angustia en la muerte (y en especial en una muerte en cruz) pertenece a la condición humana; pero no responde recuerdo cristiano, que es unánime al afirmar que Jesús mantuvo su propuesta mesiánica en la cruz.
[iii] En el texto hay un juego de palabras entre Elôi (Mc) o Êlí (Mt 27, 46), Dios mío, y algo así Eli-yah (mi Dios es Yahvé) o Eliya-tha (Elías ven).
[iv] Una parte considerable de la “exégesis” gnóstica y musulmana de la vida de Jesús ha pensado, de algún modo, que Elías vino para liberar a Jesús en el último momento. Diversos apócrifos, y de un modo más velado el mismo Corán afirman que Elías (que significa: Yavhé, tú eres mi Dios) liberó a Jesús de la muerte, y le llevo a la gloria de donde volverá justiciero, al fin del tiempo.
[v] Esta sería la visión de algunos adversarios, que acusaban a Jesús de haber esperado en vano la llegada de Elías, en cuyo nombre había proclamado la llegada del Reino desde Galilea. También algunos discípulos de Jesús habrían esperado a Elías, como parte del judaísmo. Pero ese Elías no vino.
[vi] Parte de la apocalíptica cristiana posterior ha supuesto de algún modo que Elías se hallaba ante la Cruz de Jesús y que volvería pronto para responder a su llamada y cumplir su obra, como he puesto de relieve al comentar Mc 9, 11-13, en Evangelio de Marcos, Verbo Divino, Estella 2012, 629-633.

[vii] A Jesús le mataron como si fuera un falso David (mesías fracasado), un falso Moisés, condenado por los sacerdotes, y un falso Elías, como si no hubiera podido cumplir su tarea final, en la línea de Mal 3. Vino en nombre de Dios, para instaurar su Reino y, sin embargo, le mataron. Pero él aceptó fielmente la muerte y en ella (por ella) Dios cumplió su propuesta salvadora.
[viii] Este grito de Jesús en Mc 15, 33-37 constituye por tanto un enigma, que los lectores han de interpretar. Unos pueden pensar que Jesús ha fracasado. Empezó poniéndose en camino como Elías, para ser verdadero Rey-Mesías, en la línea de David. Pero no ha logrado su intento. Ha llamado a Elías desde la cruz, pero Elías, profeta del fuego y la venganza, no ha venido. Otros han descubierto precisamente en la cruz la presencia más alta de Dios. En un nivel externo, Dios no responde, de manera que la pregunta de Jesús la siguen gritando millones de torturados y angustiados, sin escuchar una respuesta. Pero los cristianos confiesan que Dios ha respondido a Jesús en la Pascua de la resurrección, y con él a todos los crucificados de la historia.

viernes, 15 de febrero de 2013

Xabier Pikaza: Historia de Jesús II



Xabier Pikaza uno de los mejores teólogos de este país. Después de toda una vida hablando de Jesús y del Evangelio.

Nació el 12 del VI de 1941 en Orozko, Euskadi.
– Ha cursado estudios en la Universidad Pontificia de Salamanca (Doctor en Teología), en la Universidad de Santo Tomas (doctor en Filosofía) y en Instituto Bíblico (Roma); ha ampliado estudios en las universidades de Hamburg y Bonn (Alemania).
– Ha sido religioso de la Orden de la Merced y presbítero de la Iglesia católica, siendo catedrático de la Universidad del Episcopado Español. Ha debido abandonar la enseñanza oficial y ha renunciado a la vida religiosa. Actualmente está casado con M. Isabel Pérez Chaves.


– Doctor en Teología por la Univ. Pontificia de Salamanca (1965), con una tesis sobre    Dialéctica del Amor en Ricardo de San Víctor
– Doctor en Filosofía  por la Univ. de  Santo Tomás de Roma (1972), con una tesis sobre Exégesis y filosofía en R. Bultmann
– Licenciado y candidato a doctor en Sagrada Escritura por el Instituto Bíblico de Roma (1972)


Creció  en una familia con ambiente de trabajo, y en una orden religiosa (la Merced) donde el trabajo intelectual era importante... Estudió mucho siendo profesor de la Pontificia de Salamanca (1973-2003)... y después, cuando le "echaron" le hicieron el gran favor: le cerraron la inmensa mayoría de las puertas "oficiales"  ¡Qué favor le hicieron! Algunos tenían miedo a su palabra; ha tenido y tiene ahora tiempo y libertad para escuchar y proponer con Mabel, en amor de Iglesia, la gran Palabra de un evangelio como el Marcos y ahora con el libro sobre la historia de Jesús, que la Editorial Verbo Divino ha tenido la valentía de editar.

He aquí un creyente, un teólogo más, que necesita salir “del marco institucional” de la Iglesia para ser fiel al espíritu de la Vida. Es muy fuerte para el que debe hacerlo, y es muy fuerte para la institución eclesial que un maestro espiritual como Xabier Pikaza deba abandonarla para poder seguir siéndolo. Amigo Xabier, también lo hizo Jesús de Nazaret: fiel al corazón de la Vida y dispuesto a lo que viniera, rompió con su familia, con su profesión y su digno salario de carpintero, con sus relaciones sociales, y también en el fondo –lo más duro de todo- con el sistema religioso del Templo y de la Ley.

Pienso que el libro de Xabier Pikaza resultará duro para los clerigos y para el clericalismo, porque se arrogan un lugar especial injustificado e intolerable, aunque también conozco a sacerdotes y obispos cuyo espíritu de servicio es admirable.

Ha enseñado como maestro de la fe independiente, sigue amando a una iglesia que le ha negado su autoridad de profesor católico.Y todo desde su mente y su voluntad abiertas al amor y a la comprensión.

 Pikaza es el hombre indispensable en la doctrina cristiana por su misma experiencia espiritual y como teólogo profundo, buen conocedor de la Escritura. Hombre de un ideal grande y claro, de un corazón magnánimo, de una mente privilegiada, de una riqueza interior y carismática insuperable.

La importancia de Pikaza en la teología, en la expansión, en la comprensión de la doctrina de Cristo y de la Iglesia es reconocida por muchos.

 Afable, cercano, siempre disponible y siempre sonriente. Si como profesor era bueno, como persona no se queda atrás: Es un hombre entrañable. Excepcional, me atrevería a decir que derrocha alegría y vitalidad. Un amante de la vida hasta el fondo.

Su alimento espíritual está centrado en la vivencia de Cristo resucitado, en los valores evangélicos del amor más universal, concretizado en la vida real de cada día.

Ayer me decía un amigo que opinaba Xabier Pikaza sobre la muerte de Jesús, me decía que él no tenía muy claro porque Jesús se había dejado matar sin oponer resistencia. Pikaza en su libro hace una preciosa reflexión sobre la muerte de Jesús  que me  gustaría compartir y animar a todos los que visitáis mi blog a comprar  el libro de Xabier, Creedme que merece la pena leerlo.

Todo lo que sigue es un extracto del libro de Xabier Pikaza sobre la muerte de Jesús publicado en la editorial Verbo Divino.

Entrada regia, un asno en el Monte de los Olivos

 Llegó a Jerusalén de manera pacífica, pero muy provocadora, pues instaurar el Reino como él proponía, implicaba un reto para el sistema imperial de Roma y para la política sacerdotal del templo. Así vino, a pleno sol, en el momento y lugar más concurrido (el día primero de la semana de Pascua, desde el Monte de los Olivos), como pretendiente davídico (nazoreo), entre peregrinos galileos.

a. Mesías del asno. Venía por Jericó y debía pasar por el Monte de los Olivos, lugar clave en la tradición mesiánica de Israel (cf. Zac 14, 4), como recuerda Flavio Josefo, al hablar de un judío egipcio, que se apostó en ese mismo lugar, años más tarde, esperando la caída de los muros cercanos de Jerusalén, para tomar después la ciudad (cf. Ant 20, 169-172). Pero Jesús no anunció la caída de los muros, sino que quiso entrar directamente, montado sobre un asno pacífico, sin armas. Vino como mesías en la línea de David pero, a diferencia de su antepasado, no quiso tomar la ciudad, ni provocar militarmente a Roma, de manera que los soldados del César, que le vieron entrando, desde la Torre Antonia, quedaron sin intervenir, aunque Pilatos su jefe debió tener miedo y por eso, después, le condenó a morir, poniendo como “causa”: Jesús Nazoreo, Rey de los Judíos (Jn 19, 19; cf. cap. 34).
Vino como peregrino, con (como) otros galileos (por el camino de Jericó) y, de un modo especial, con sus discípulos, para celebrar en la ciudad la fiesta de la libertad del pueblo. Pensó que era tiempo de Dios, y en su nombre vino, realizando su signo, como Mesías del fin de los tiempos. Había cumplido su misión en Galilea, y llegó a culminar su tarea, ante las autoridades, entrando abiertamente sobre un asno, de manera no militar, pero muy provocadora, condenando a los poderes de la ciudad, e invitando a todos al Reino:

 Y cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos con este encargo: Id a la aldea de enfrente. Y en seguida, entrando en ella, encontraréis un asno atado, sobre el que nadie ha montado todavía. Soltadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, le diréis: El Señor lo necesita y en pronto lo devolverá. Los discípulos fueron, encontraron un asno atado junto a la puerta, fuera, en la calle de fuera, y lo soltaron. Algunos de los que estaban allí les preguntaron: ¿Por qué desatáis el asno? Los discípulos les contestaron como les había dicho Jesús, y ellos se lo permitieron. Y llevaron el asno a Jesús, y colocaron encima sus mantos y él se sentó sobre él (Mc 11, 1-7).

Según Marcos (cf. 8, 31; 9, 31; 10, 32-33), Jesús debía suupone que le condenarían a muerte por hacer lo que hacía, pero, como siempre se ha dicho, las profecías de la Biblia no están ahí para que se cumplan de un modo fatalista, sino para abrir un camino, a fin de que que las cosas puedan situarse en el proyecto de Dios y entenderse mejor. Jesús había “profetizado” (previsto) su muerte, pero no para que le mataran, sino para que aquellos que podían matarle pensaran mejor cambiaran. Jesús no quería que le condenaran sino que los habitantes de Jerusalén le recibieran y se unieran a él, para esperar y promover el Reino (evitando su muerte). Así llegó, preparado para morir, pero con deseo de vivir, instaurando el Reino, pues éste era el momento de Dios.
Llegó para cumplir su promesa (la promesa de Dios: Jerusalén será ciudad del Reino, liberada, fraterna, sede de justicia…), pero sin medios militares o económicos para culminar su obra, sin autoridad sacerdotal o jurídica para imponer su propuesta. Vino “a cuerpo”, con los suyos, con los cantos de la liberación del pueblo, de manera muy provocadora, y de esa forma quedó en manos de las autoridades, que decidirían su suerte. Quería como he dicho que le recibieran, que los habitantes de Jerusalén acogieran el Reino de Dios, y así entró, montado sobre un asno, por el Monte de los Olivos, elevando su apuesta de Reino, en el lugar de máxima esperanza y conflicto de Israel, como profeta mesiánico, sabiendo que sólo un milagro (el milagro del Reino) podrá evitar la muerte.
El texto no dice que subió y montó en el asno (epibainô), como sería normal, sino que se sentó (ekathisen), como se sienta el rey sobre su trono. Probablemente, el evangelio de Marcos quiere evocar la imagen de Salomón entronizado sobre la mula de David, su padre, a quien sucede (cf. 1 Rey 1). Pero Jesús no se monta y asienta en la mula de un rey anterior, sino sobre un asno nuevo (prestado). Dos discípulos lo buscan y lo traen, y él toma allí su asiento (trono), como rey mesiánico, iniciando la procesión más provocadora de la historia humana, la Marcha del Reino, a la vista de todos, hasta la ciudad, acusando sin armas a todos los guardianes armados del mundo. Él mismo ha preparado y trazado su entrada, pero sus discípulos colaboran, como actores principales, tomando en sus manos la iniciativa de los acontecimientos[i]:

Cuando se acercaban a Jerusalén por Betfagé y Betania (Mc 11, 1a-b). El relato empieza con la evocación de la ciudad del Gran Rey (cf. Sal 48, 3), donde Jesús entrará como portador y heredero de las promesas mesiánicas, en nombre de aquellos a quienes ha prometido el Reino. No es fácil reconstruir el itinerario, pues Betania (= Casa de la Aflicción), se encuentra más lejos de Jerusalén, a unos tres km del templo, al otro lado del Monte de los Olivos, mientras que Betfagé (=Casa de los Higos) está ya casi en el mismo Monte de los Olivos, a la vista del templo (a un km de distancia). Parece que el texto debería haber dicho que pasaron por Betania (lugar de preparación) y que, al llegar a Betfagé (a las puertas de Jerusalén), Jesús quiso disponer el asno. Pero el orden de los lugares está invertido, y no sabemos por qué.
– Junto al Monte de los Olivos (11, 1c). Ésta es la indicación más importante, pues Zac 14, 4 había dicho que Yahvé se manifestará sobre ese monte, partiéndolo en dos, para que pasen los triunfadores mesiánicos, entrando victoriosos en Jerusalén. Por su parte, Flavio Josefo recuerda que el año 56 dC, un judío egipcio, de nombre desconocido, subió con gran gentío al Monte de los Olivos, anunciando desde allí la caída de los muros de Jerusalén, pero Félix, gobernador romano, mató a muchos y apresó a otros, aunque parece que el instigador logró escapar con vida (Ant 20, 8, 6; cf. Bell 11, 13, 5). Pues bien, Jesús quiso entrar por ese monte, pero sin abrirlo en dos ni anunciar la caída de Jerusalén, sin armas de Guerra, en un asno de paz.
– Asno prestado y nuevo (11, 2-6). Marcos ha concedido mucha importancia a la preparación del asno, que dos discípulos deben pedir prestado (pues su amo, Jesús, no posee ni un asno). El texto supone que Jesús tenía conocidos en la zona del asno, a la entrada de la aldea (que parece ser Betfagé), en el amphodos o “calle de circunvalación”. El asno no es suyo, él no tiene ninguno, pero cuenta con amigos que se lo prestan, un asno nuevo, no un caballo guerrero (cf. Zac 9, 9), asno de rey (es decir, no domado todavía), pues un rey no podía cabalgar sobre un asno o caballo montado por otros. Este asno es un signo regio de vida campesina y de concordia, animal de campo y labranza, no de guerra (Zac 9, 9; cf. Gen 49, 11; Num 19, 2; Dt 21, 3; 1 Sam 6, 7), que sirve a Jesús para decir que no quiere imponerse por las armas, sino con un señorío distinto, retomando las tradiciones campesinas de su pueblo[ii].
– Preparación y entronización (11, 7). Los discípulos cumplen lo que Jesús ha pedido, para que el Kyrios, Señor (11, 3) entre en su ciudad, como rey pacífico, peregrino del Reino entre los galileos, que vienen a Jerusalén por el Monte de los Olivos. Como el asno no tiene arnés, ni aparejos (¡es un asno nuevo, nunca montado), los discípulos extienden sus propios vestidos (sus mantos) en la grupa, para que así Jesús pueda montar con dignidad. Es un asno nuevo, no domado, un signo de paz, y Jesús puede entrar sobre su grupa en la ciudad, bajando por el monte de los Olivos, el lugar por el que ha de llegar Dios (no los muchos conquistadores que han tomado desde allí militarmente la ciudad, a lo largo de los siglos).


b. Entrada mesiánica, un signo para ser interpretado. No viene a morir (que le maten), sino para remover la conciencia de los dueños de la ciudad (soldados, sacerdotes), para que se dejen cambiar y le reciban, y acepten su Reino. Viene sabiendo que pueden matarle, pero él mismo les provoca, dejan que los suyos les provoquen con el gesto de la entrada y con el canto.

            Y muchos tendieron sus mantos por el camino y otros hacían lo mismo con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las Alturas! (Mc 11, 8-10)

 Éste pasaje ha sido recreado por la tradición, y cada evangelista (cf. Mt 12, 1-9; Lc 19,28-38; Jn 12, 12-16) lo ha matizado. Pero en su fondo hay un recuerdo histórico: Jesús entró en la ciudad entre peregrinos de pascua, con gesto provocador, que remite a David, antiguo rey militar, conquistador armado (2 Sam 5, 6-16), proclamando así la llegada del Reino de Dios (y condenando implícitamente a los que actúan como reyes del mundo, soldados y sacerdotes de Jerusalén). David había tomado la ciudad para instaurar un reino político. Jesús, en cambio, viene como peregrino mesiánico, para celebrar la Pascua que ha de ser el tiempo decisivo del Paso de Dios, instauración del Reino, dejando que sus discípulos y seguidores entiendan e interpreten el gesto como una parábola del gran cambio de los tiempos.
Es posible que sus discípulos no entiendan del todo lo que él quería, sino que le acompañan con otras esperanzas e intenciones, formando un cortejo ambiguo, soñando en un tipo de dominio sobre la ciudad, quizá en un pacto con los sacerdotes. De todas maneras, ellos parecen protagonistas de un triunfo que ha de llegar, y Jesús les deja hacer. Antes había pedido silencio (cf. Mc 8, 30), que no digan que es el Cristo. Ahora quiere mostrarse abiertamente (aunque con asno prestado, sin ejército ni medios económicos). Sus discípulos pueden pensar que Dios cambiará pronto las cosas; Pedro (cf. Mc 8, 32) y los Zebedeos (cf. 10, 35-37) que ha llegado la hora de su triunfo.
 En ese contexto anterior deben vincularse al fin las estrategias de los diversos intérpretes del drama: Discípulos de Jesús y galileos que vienen como peregrinos, esperando la llegada del Reino en las fiestas de pascua; habitantes de Jerusalén, autoridades... Jesús suscita el gesto, provoca y espera: Ha preparado el signo, se sienta como rey en el asno, y deja que otros le sigan, iniciando una liturgia mesiánica intensa, de insurrección intensa, dramática, que definirá todo lo que sigue (reacción de las autoridades, abandono de los discípulos, su muerte).
Por un momento, él deja que los discípulos hagan y así viene, sentado sobre un asno, rodeado de un cortejo mesiánico, ante las puertas de Jerusalén. En un sentido, todo parece normal, es tiempo de fiesta, y en un primer momento Pilato no interviene; también él deja que pasen las cosas, esperando quizá que todo se resuelva por sí mismo, y que los galileos vuelvan pronto a su tierra, pues el signo del asno y los cantos no son en principio peligrosos en plano militar. Otros peregrinos entraban también en la ciudad, siguiendo un ritual en parte semejante (con salmos rituales o de peregrinación: Sal 129-133), aunque, quizá, sin gestos de asnos y cantos tan altos de reino. Ciertamente, el gesto es peligroso (y el gobernador terminará teniendo que matar a Jesús por lo que hace al entrar así en la ciudad), y, en sí mismas, llegada de Jesús y las mismas palabras del canto pueden entenderse en sentido convencional, como expresión de una fiesta judía de pascua aceptada en principio por Roma.
Toda la escena, condensada en las palabras del himno, es una parábola con fin abierto. Jesús ha iniciado el gesto, pero después ha dejado que sus seguidores galileos lo interpretan y actúen, para así discernir lo que puede ser su próximo signo, su compromiso siguiente por el Reino. Por ahora, los sacerdotes y los soldados callan, dejando que el profeta galileo se defina y manifieste su postura. Sea como fuere, la entrada nos sitúa ante el momento culminante del proyecto de Jesús. No está en juego una visión espiritual de Dios, sino su presencia y acción en la historia, empezando por Jerusalén; Jesús tiene que ver y decidir cuál será el siguiente paso ya en la ciudad.
Así han presentado los evangelios la trama de Jesús, su entrada a la ciudad. Mientras los galileos cantan al que viene en nombre de Dios (¡benditos los que suben a la fiesta!: cf. Sal 118, 25-26), anunciando el Reino, la ciudad de los sacerdotes y escribas, vigila y calla. Jesús ha sembrado el Reino, ha proclamado su llegada en la Ciudad de Dios y tiene que esperar las reacciones del pueblo y de las autoridades, pues a plena luz, ante los ojos de todos, ha mostrado su proyecto:

– Jesús, un peregrino judío. No hay nada delictivo en el canto de sus compañeros peregrinos pidiendo la ayuda de Dios: ¡Hosanna! Sálvanos ahora, sálvanos por favor! (cf. Sal 118, 25). Ésta es una aclamación polivalente, cuyo sentido sólo se puede deducir por el contexto, de forma que podría interpretarse como petición que los galileos dirigían a Jesús (¡Sálvanos ya, por favor, de los romanos!), o al mismo Dios, como pensaban la mayor parte de los peregrinos. Sea como fuere, los lectores pueden suponer que el canto se dirige a Jesús, a quien se le pide que salve a los peregrinos y a la ciudad, liberándola de los soldados de Roma y de los malos sacerdotes del templo.
– Oraciones tradicionales y nuevas. Tampoco son delictivas las invocaciones que siguen (¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino de Padre David que viene!), del ritual judío, propias de aquellos que buscan a Dios y le invocan ante Jerusalén, pidiendo que llegue su Reino (reino de David). Estrictamente, esos cantos, dirigidos a Dios, que culminan con el Hosanna en la Alturas (= la salvación viene de Dios) no se oponen a los sacerdotes ni al Gobernador romano, pero pueden aplicarse a Jesús a quien presentan como portador de un reino “peligroso” (cf. Sal de Salomón 17), de manera que, al fin, Pilato tendrá que matarle, precisamente por ello.
 Jesús ha preparado su gesto, y ha desvelado su proyecto de un modo parabólico. Todo lo que hace puede entenderse desde la lógica de un peregrino galileo que viene a Jerusalén en las fiestas de Pascua, con otros miles de galileos, como si fuera (y es) la fiesta final, la instauración del Reino. Lógicamente, él introduce su mensaje en la alegría popular de pascua. No se cierra con unos conspiradores ocultos, no se aísla ni esconde. De manera abierta, entre la multitud, baja desde el Monte sobre un asno, como rey pacífico y sube a la ciudad, para quedar en ella o en su entorno hasta que llegue el Reino. Los jerosolimitanos pueden pensar que se trata de algo ya sabido, un año más, como ha sido y será siempre. Pero Jesús sabe que ésta ha de ser la fiesta definitiva del Reino, y los sacerdotes y Pilato descubren también que, si triunfa el proyecto de Jesús, ellos deben (al fin) renunciar a su poder, pues no podrán seguir dominando la ciudad como ahora hacen.
 Discípulos y pueblo de Galilea le acompañan o, mejor dicho, se sienten protagonistas mesiánicos de su fiesta y vinculan la próxima pascua que se celebrará dentro de unos días (paso liberador de Dios) con el reino David que ha de llegar. Muchos de los que vienen con Jesús (especialmente sus Doce) esperan quizá todavía la llegada mágica del Reino, un triunfo mesiánico externo, el dominio de Dios. Posiblemente, la mayoría no han logrado entender su proyecto, y así siguen preguntando el sentido del asno de Zac 9, 9. Sea como fuere, los caminos de Dios y los hombres continúan abiertos; sacerdotes y Pilato tienen razones para sentirse amenazados.
− Autoridades y pueblo observan. La tradición evangélica supone que en este primer momento las autoridades callan y el pueblo de Jerusalén se inhibe (la fiesta del asno de los ramos ha sido de los galileo). Jesús ha entrado J con ellos y nadie ha respondido. No han salido a detenerle en la puerta de la ciudad o del templo, en contra de lo que podía suponerse desde Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34. Pero tampoco han venido a recibirle y sumarse a su movimiento de Reino. Es como si hubiera un gran silencio, una gran incertidumbre. Esta mudez de los poderosos (y de la ciudad) se eleva como un presagio fatal ante la entrada de Jesús.



Jesús y el asesinato de los profetas.

            El sermón de Mc 13 es una continuación (y aclaración) del anuncio del fin del templo. Sobre la base de ese anuncio (y de la respuesta de los sacerdotes, que han condenado a Jesús) se ha expandido la tradición cristiana, como evocaré retomando algunos textos de origen posterior. Pase al siguiente capítulo quien quiera mantenerse en el tiempo de la pura historia de Jesús:

Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas /y apedreas a los que te son enviados.
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, /como la gallina a sus crías bajo sus alas…!
He aquí que tu casa quedará desierta / y no me veréis hasta que digáis:
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Mt 23, 37-39; Lc 13, 34-45)
            Esta palabra parece tardía y ha sido formulada por una tradición sapiencial posterior; pero en su fondo late el recuerdo de Jesús que ha venido a Jerusalén como enviado de Dios, portador de su sabiduría/salvación, para reunir a los israelitas. Lógicamente, mirando las cosas en perspectiva mesiánica, al rechazar al enviado de Dios, Jerusalén se destruye a sí misma. Ésta es una palabra de condena, pero está abierta a la esperanza escatológica, es decir, a una posible conversión de la ciudad, que recibirá al fin de los tiempos a su mesías, diciendo ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (cf Mc 11, 9), pues Jesús mantiene su oferta, a pesar del rechazo de la ciudad.         
En esa línea podemos recordar el llanto de Jesús ante la ciudad (Lc 19, 41-45), tal como ha sido creado por Lucas, y, sobre todo, la condena de aquellos que matan y olvidan (expulsan), utilizando la memoria de los asesinados (su sangre “sacralizada”) para seguir matando, en la línea de los viñadores homicidas (¡a unos los golpearon y a otros los mataron...!: Mc 12, 5): «Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, pues vuestros padres los habían matado. Así sois testigos (de ello) y aprobáis las obras de vuestros padres, porque ellos mataron y vosotros, por vuestra parte, edificáis» (Lc 11, 47-48) [i].
Los hijos de los renteros homicidas (¡asesinos de profetas!) han construído sepulcros para los asesinados. De esa forma sacralizan su recuerdo: Les ofrecen su homenaje para seguir matando como sus antepasados, convirtiendo la religión en un culto a la muerte (sepulcros blanqueados: Mt 23, 27). Éste es el gesto de aquellos que edifican sepulcros, para honrar la memoria de los profetas muertos, para así tener las manos libres, para seguir persiguiendo a los profetas del presente: «Así dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32).
Estos pasajes, leídos a la luz de Mc 12, 1-12, definen a los sacerdotes como constructores de sepulcros: Primero matan a los profetas que denuncian su violencia y luego les hacen monumentos para mantener la memoria de su asesinato (para seguir manteniendo el poder). Asesinan y después sacralizan a los asesinados; les lapidan, y después (al mismo tiempo) emplean las piedras para hacerles monumentos. Esta nueva revelación vincula a los que matan y a los que dan culto a los muertos.En contra de eso, el Dios de la gracia de Mc 12, 10-11 construye su edificio sobre la «piedra asesinada», no para seguir asesinando, sino para superar por gracia todo asesinato, pues sobre el muerto Jesús no pueden elevarse ya más monumentos, porque su templo y monumento es la nueva humanidad reconciliada, que surge allí donde el máximo pecado se abre a la gracia más alta (que será el perdón pascual de Jesús) [ii]:

Por eso, la misma Sabiduría de Dios dijo: Les enviaré profetas y apóstoles y a unos los matarán y a otros los perseguirán, de manera que a esta generación se le pedirá cuentas de la sangre de todos los profetas asesinados desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo. Si, en verdad os digo, se le pedirá cuentas a esta generación (Lc 11, 49-51)[iii].

El sentido principal del texto es claro, en la línea del documento Q y de su teología (hacia el 50/60 dC). Esta “generación” a la que aluce está formada por aquellos que edifican los sepulcros de los profetas antiguos mientras matan a los que ahora sigue enviando la Sabiduría de Dios, en nombre de Jesús; es la generación de los que oprimen y expulsan a los hijos de Dios; es la generación de los «renteros» asesinos, que establecen la vida humana en fórmulas de imposición, matando a los profetas y al mismo «hijo querido». Pues bien, allí donde la violencia ha sido máxima (los hombres han matado al mismo Hijo de Dios) se revela de forma suprema la gracia de Dios, que perdona por Cristo, su Hijo, a los mismos asesinos[iv].
Así se despliega la revelación suprema de Dios, que sólo ha sido posible a través de la muerte de Jesús, el justo asesinado. Ésta es generación que edifica los sepulcros de los profetas antiguos, mientras mata a Jesús y persigue a los nuevos profetas del Reino. En ella se hace visible la unidad de todos los que matan (y de todos los muertos) (cf. Ap 18, 24), revelándose al mismo tiempo la salvación suprema. Éste es un descubrimiento desolador y confortante al mismo tiempo.

En plano de ley, éste es un descubrimiento desolador, pues, por primera vez en la historia se ha podido afirmar  que en la muerte de un hombre (Jesús) se condensan todos los asesinatos de la humanidad. Es como si las cabezas de las víctimas se hubieran unido en la de Jesús, como si al matarle hubiéramos matado al conjunto de los hombres. En este contexto puede hablarse de un pecado “central” (original), que no ha sido cometido por otros, sino por aquellos que mataron a Jesús, o matan, de algún modo, a un ser humano.
‒ En plano de gracia, éste es un descubrimiento consolador, pues los que acogen la voz del evangelio saben que Jesús asesinado, en medio de la historia sangrienta de los hombres, no ha querido vengarse de los asesinos, sino darles su vida. De esa manera culmina con su muerte la historia humana. Las generaciones anteriores no sabían: se encontraban como hundidas en la dispersión de muchas historias, muchas muertes, sin que pareciera haber una dirección de vida y un sentido unitario sobre el mundo. La generación cristiana sabe (conoce ya) el sentido de la historia, la muerte central (de Jesús), la gracia suprema[v].




[i] Sobre la justicia de Dios y el judaísmo, cf. C. Thoma, A Christian Theology of Judaism, Paulist, New York 1980; F. Mussner, Tratado sobre los judíos, Sígueme, Salamanca 1983.
[ii] Si unos (malos) mataran y otros (buenos) hicieran sepulcros, no habría problema, pero el evangelio ha unido los dos gestos: Los sacerdotes matan y después (al mismo tiempo) construyen su templo sobre el cimiento-piedra de los asesinados. He desarrollado el tema en Violencia y religión en la historia de occidente, Tirant lo Blanch, Valencia 2005.
[iii] Lc 11, 37-54 contiene un conjunto de ayes bien estructurados: tres contra los fariseos (11, 42.43.44) y tres contra los escribas (11, 46.47.52). En el centro de los tres últimos se introduce el texto citado, que rompe la armonía del conjunto (de los seis ayes), pero refleja bien la dinámica del texto. Desde el asesinato de los profetas, a quienes los hijos de los asesinos siguen sacralizando, se entiende este dicho de la Sabiduría, que no habla ya sobre fariseos y escribas sino sobre todos los hombres. Sobre el sentido simbólico de la sangre, en plano antropológico, cf. J. P. Roux, La sangre: mitos, símbolos y realidades, Ediciones 62, Barcelona 1990. Desde 1981, el Centro Studi Sanguis Christi viene publicando trabajos sobre Sangue e Antropología (en la Biblia, Teología, Espiritualidad, Liturgia), empezando con la valiosa recopilación de F. Vattioni (ed.), Sangue e antropología biblica, Roma 1981.
[iv] Los acusados podrían contestar distinguiendo dos tipos de profetas: Los antiguos fueron buenos, por eso hay que honrarlos, construyendo sepulcros para ellos; pero estos pretendidos profetas nuevos o cristianos son engañadores, pues pervierten el orden de la ley y de la alianza. En contra de eso, los cristianos han insistido en la unidad de los profetas asesinados, antiguos (judíos) y nuevos (seguidores de Jesús), colocando este oráculo en boca de la Sabiduría de Dios. Para ellos, la concordancia scripturarum (Antiguo y Nuevo Testamento) es concordantia martyrum (unión de los mártires-asesinados). Ésta es la revelación suprema de la Sabiduría, que Mt 23, 34 (cf. Lc 11, 49-51) ha puesto en boca de Jesús («Por eso, yo os envío...»), recapitulando la historia de la humanidad violenta en el asesinato de los profetas, pero sabiendo que por encima de ese asesinato está la gracia del Dios que perdona en Cristo.
[v] Solo ahora, retomando y reinterpretando el camino de muerte de Jesús, los evangelios han podido construir su meta-relato sobre el origen, sentido y superación de la violencia. (a) Han puesto de relieve la unidad del mal, vinculada a la ley de la venganza, que se expresa en el asesinato de los profetas (Lc 11, 50) o justos (Mt 23, 35), cuya sangre, unida a Cristo, clama a Dios. Mt 6, 24 interpretaba el mal universal como mamona, la violencia del deseo posesivo que se expresa en el dinero; Mc 15, 10 entenderá el pecado de los sacerdotes como envidia y el conjunto de los evangelios lo identifica con el asesinato de Jesús. (b) Pero en el fondo de ese mismo mal (la muerte de Jesús) se ha revelado la gracia más alta de Dios, que supera el talión de la venganza y perdona a los mismos asesinos, para retomar con ellos (para ellos) el mensaje de la salvación.