viernes, 28 de octubre de 2011

El silencio de Dios





Dios está siempre presente con nosotros… pero hay momentos cuando nos despoja de su presencia en nuestra conciencia.

Quien no sintió un escalofrío al leer o escuchar la oración desgarradora de Jesús en la Cruz: “Padre, porque me has abandonado”. Posiblemente también existieron momentos en nuestra vida en los que tuvimos una fuerte identificación con aquellas palabras. A veces cargadas de reproche, otras de impotencia y, aun de perplejidad.

Muchos personajes Bíblicos vivieron esta experiencia a la que convenientemente se le denomina “desierto”, aprovechando una rica imagen bíblica. San Juan de la Cruz avanza aun más la descripción y la llamo “la noche oscura del alma” a este tiempo de ausencias y distancias gravosas.


¿Existe una intencionalidad divina en la distancia, en esa sensación de desamparo? Por momentos, desde el dolor, pensamos en una incomprensible dosis de crueldad: Dios soltándonos en una especie de “arréglate como puedas” o desde la vergüenza culposa buscamos respuestas en el proporcionado “castigo” que nuestra contumacia merece. En el contexto de un oráculo cargado de esperanza, Dios proclama en el libro de Isaías.


“Era como una esposa joven abandonada y afligida, pero, tu Dios te vuelve a llamar y te dice: “por un pequeño instante te abandone, pero con bondad inmensa te volveré a unir conmigo. En un arranque de ira, por un momento, me oculte de ti, pero con amor eterno te tuve compasión”. (Is 54:6,8).

Tal vez esta imagen nos permita aproximarnos a la comprensión de la táctica divina: suelta nuestras manos esperando el paso. ¿Que pasaría si los padres no dejarán a sus hijos en la horrible circunstancia de la soledad para caminar? ¿Podemos imaginar una vida en la que una persona a los treinta años está caminando todavía de la mano de sus progenitores?

Dios nos despoja de la conciencia para forjar en nosotros un espíritu deseoso de su presencia y compañía. Un Dios que por su amor nos quiere adultos.


En la oscura noche del alma se sufre y se gime, pero se crece. ¿Cual es nuestra actitud cuando al intentar una y mil veces la oración sentimos vacío y soledad? ¿Nos empecinamos como un bebé y apoyamos la posadera en el suelo esperando las manos que nos rescaten de tanto naufragio? ¿O buscamos caminar, a tientas, sin apoyo hacia los brazos que al final del camino nos esperan?

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